martes, 12 de octubre de 2010

Imagen

IMAGEN

¡Ojalá que el vacío de una vida se llenara con fiestas como la de hoy!, pensaba el consagrado abogado, mientras se dirigía acompañado de su esposa al festejo organizado por el gremio para conmemorar su retiro del foro. Por la ventana del potente pero antiguo automóvil no alcazaba a precisar cuáles figuras eran reales y cuáles, gracias a la velocidad o a una confusa imaginación, solamente aparecían en su mente ya cansada, que poco a poco sentía cargada de recuerdos.
En cincuenta y dos años de ejercicio había podido resolver grandes litigios, descifrar los mensajes ocultos en las caprichosas leyes de un legislador irresponsable y, desde luego, amasar una considerable fortuna que permitiría que su esposa, los dos hijos comunes y sus consortes tuvieran tranquilidad y riqueza cuando alcanzara su destino final, que le parecía no sólo cercano sino deseable.


 
Había podido con todo ello. Sí, como el mejor. Pero la carencia de brillo en los ojos y el sendero pronunciado de su frente no podían interpretarse de otra forma que no fuese la tristeza. De hecho, al mirar el espejo retrovisor y percibir su propia faz, se compadeció de la escena en tal forma que ciertas lágrimas brotaron discretamente, tal y como lo habían hecho años atrás cuando leyó en el diario la esquela con el nombre de aquel amigo, inseparable colega, al que públicamente humilló con desmedida hambre de triunfo en el gran pleito de los bancos nacionales.
“¿Qué tienes? ¿Es la emoción del día?” le preguntó su compañera, acaso sin esperar una respuesta sincera, pero con una mezcla de preocupación y ternura que, aunque apreciable, resultaba desgarradora.
“Veamos –pensó- ¿qué contestarle a ésta que después de tantos años no ha podido siquiera descifrar mis gestos?” La soberbia se había apoderado de sus reflexiones tiempo atrás, ante la mezcla químicamente pura de inteligencia, talento, fama, mal carácter e imprudencia. Ante la pregunta retórica, decidió no contestar para evitar su ya acostumbrada agresividad, acaso por pena para evitar una nueva escena frente al chofer, quizá por no querer distraerse de la imagen que cruzaba la calle.
No sabía exactamente si era quien parecía, pero era la viva imagen del amor frustrado de universidad. “Es imposible que sea ella, pero sus ojos, sus labios…” Ella, que a estas alturas carecía de nombre para elevarse a concepto, a fantasmal visión que representaba el cariño genuino y la frustración más aplastante. Increíble, los años no habían transcurrido por su perfecta silueta como lo habían hecho por la propia.
Aunque no fuera ella, la terquedad lo obligaba a pensar que lo era. Nadie más podía lucir tal semblante. Convencido y en plena reflexión, confundía la realidad sensible mientras la mente hacía una excepción y daba espacio a los recuerdos, que -como los que duelen- permanecían intactos y surgían en forma vertiginosa y desordenada.
Ese era un lujo que no se había permitido prácticamente nunca. Entre las consultas, los clientes, los asuntos, las llamadas, el dictado de artículos, la lectura de los del eterno y necio detractor, las reuniones entre colegas de la barra, las charlas de política, los noticieros, los compromisos familiares y demás cuitas, había pasado su vida útil ocupado en cuestiones inmediatas. ¿A qué hora? Además, en los últimos años, ante la impotencia y la inactividad, había optado por no pensar en nada más allá que las glorias litigiosas del pasado que, como es natural, ya pocos recordarían.
Sintió cómo las imágenes trascendían la mente y se proyectaban sobre la calle, en el asfalto y en los edificios. Ella no es la única, pero ahí está diciendo presente. Las distancias variaban arbitrariamente.
El primer recuerdo apareció. “Soy yo” y en efecto lo era, pero hace más de cincuenta años, desesperado por el insomnio y la duda, jurando por lo más sagrado que dejaría de sufrir por lo irremediable y que olvidaría cualquier referencia de amores pasados, en particular ese que le vació el alma, cuya pérdida nunca aceptó del todo y que ahora caprichosamente se hacía presente en el parabrisas. En forma insólita, hoy reconocía el error de cálculo al no percibir que con semejante juramento y sepultura de recuerdos, paradójicamente les garantizó un lugar en la inmortalidad y había hecho obligatoria su reaparición fatal en cualquier momento, como éste. ¿Cómo fue posible?
Mientras frotaba sus dedos contra los párpados y la frente ya sin límites, se concentró para enfocar alguna de las láminas e imágenes que alocada e insistentemente cruzaban por su mente y que, incluso, comenzaban a invadir el panorama.
Pudo ver, en completo desorden, una pared que mostraba el vapor que brotaba del plato de la sopa de lentejas desabrida que había comido hacía unas horas. No supo a nada, como todo en estos días. En la ventana se reflejaba la risa de su madre cuando él le contaba aquel chiste sin sentido que se le había ocurrido al compañero de pupitre en primero de primaria con las imprecisiones y agregados del caso. “¡La extraño, ya son tantos años!”  El charco en la coladera mostraba orgulloso pero ondulado la foto de su título profesional. “¿Para qué tanto esfuerzo?” Un espectacular anunciaba remedios contra la cortadura de hoja de papel en el dedo de su nieta, que en el momento dibujaba una familia en la que el abuelo aparecía sentado en una silla con el ceño fruncido. ¡Qué vergüenza!, no siempre fui así.


Ni siquiera tenía que verlo todo para recordar las razones, los momentos y las sensaciones, en veces hasta las voces y pláticas. La simple imagen activaba el silogismo. 
Así distinguió y recordó pasajes de su vida durante en sólo cinco minutos de silencio absoluto en el interior del vehículo, a veces interrumpido por los ruidos de la calle que, a diferencia de las imágenes y visiones, alcanzaban a colarse por los cristales.
Por un instante volteó a ver a sus acompañantes, esperando alguna reacción, una mueca, un aspaviento. “¡Algo!” y nada. “Como siempre, sólo los veo yo, son los míos.” Sí, sólo encontró asombro. “Esa mirada que pone cuando me ve enojado y me cree loco, ¡cómo me molesta!” pensaba, ebrio de visiones y de realidad.
Por la derecha percibió los salones de clase, los amigos y las borracheras. “Los extraño”, sabía que ya no reía como entonces. Por la izquierda vio golpes y escenas de su antigua y decaída pasión futbolera. Por el centro, en el arroyo, la boda. “¡Qué belleza!, la amaba entonces, ¿qué sucedió?”
Toda una amalgama de imágenes y sentimientos iban y venían. Por instantes algunas hasta lo saludaron.
Con trabajos distinguió el nacimiento de sus hijos. Eran fotografías imprecisas y borrosas de las que no se desprendían las sensaciones que naturalmente brotaban de las demás imágenes. Qué más da.
De la misma forma recordó los amores, que ahora se mezclaban con sonidos errantes de canciones de Sabina. Mientras abría la boca, recordó los besos de antaño y, entonces, recordó los que nunca dio. Y sobrevino el dolor, una punzada intensa de frustración. Esos labios jamás besados estaban ahora en el parabrisas, viéndole. Deliraba. Ella, a quien no se atrevió a pedir explicaciones, por supuesto respeto; a quien no pudo plantear compromisos o respuestas por miedo; a quien no veía como a todos; a quien había reconocido como su perdición con inseguridad supina. Ella. “Tú, ¿por qué Tú?” Las palabras calladas, los besos omitidos. Todo se abalanzaba en su cerebro y en sus ojos, borrando lo demás, ocupándolo todo, colmando la mente y rompiendo neuronas.
Mientras más perdía el contacto con la realidad, que para entonces se convertía en un recuerdo más, tuvo ganas de gritar, de moverse, de respirar. “¿Qué pasa? ¿Por qué? ¡Hoy no, por Dios!” Ningún sonido. Esto debe ser peligroso para una mente brillante. Qué ironía. Se había negado a disfrutar su capacidad íntegramente y ahora sentía cómo se iba pudriendo dentro de los límites impuestos, a base del bombardeo de recuerdos que la propia mente le había guardado.
El chillido de los frenos, la leve sacudida y la disculpa torpe y casi simultánea del chofer, lo despertaron, lo despejaron. Alguna mueca y una queja, no acertó a pronunciar palabras, pero sintió alivio al sentirse sano y salvo. Pero ya nada podía borrar lo que había visto o recordado, aunque no pudiera distinguir lo verdadero de lo imaginario.
Volvió en sí. En la calle ya no había imágenes. “¡Ya no está, de nuevo la perdí!” En vano intentó encontrar ese rostro en los espejos, la boca en los letreros, su mirada entre los vehículos vecinos que inclementes aumentaban la velocidad. Nada. Se fue, de nuevo sin despedirse, acaso para siempre. Sintió otra vez la soledad y estuvo a punto de llorar, mientras el silencio del interior del automóvil no parecía dispuesto a ceder.
Nada será igual. Había vivido una farsa. Ilusamente pretendió borrar lo indeleble y entonces supo que seguía pagando el precio que se impuso, abrumado por el mal genio y por un éxito que terminó volviéndolo aún más huraño.
“¡Que ¿qué pienso?!” Ahora sí gritó en respuesta, furioso, mientras tronaba la dentadura postiza y restregaba sus manos en el pantalón de gala. “Se lo ha ganado –pensó-, lo voy a decir con todas sus letras. Por fin hablaré sinceramente.” Girando el cuello, despejó la garganta y clavó los ojos en esa vieja compañera a quien nunca supo amar.
“¡Que ¿qué me pasa?! –de nuevo- ¡Nada!”, no había pasado nada. Golpeó la puerta con el puño. “¡No merezco ningún premio!” Volteó la mirada, como buscando. “¡Deberían dártelo a ti!”

Junio de 2005
Juan Pablo Estrada Michel

1 comentario:

  1. Lo leí de la primera a la última letra, sin ni siquiera brincarme un párrafo. Soy fan

    ResponderEliminar